Guillermo Aguirre y Fierro, mexicano, escribió “El Brindis del Bohemio”, poema en el que ensalza a la madre que le enseñó desde niño, lo que vale el cariño, exquisito, profundo y verdadero.
Espero que Usted conozca el poema. Si no lo tiene, yo me comprometo a hacérselo llegar.
He visto tantas y tantas alabanzas a las madres, que creo que siempre es bueno recordar que lo mejor que se puede hacer, es honrarla y atenderla en vida, no cuando sea demasiado tarde.
Yo también, a veces quisiera que la vida me diera la oportunidad de tener el trato diario con mi madre, el trato que permite saber de los afanes diarios, no sólo de la llamada telefónica de vez en cuando, de la nota en correo -“para que sepan que estoy bien”-, de la comunicación que se hacen contando los minutos pues las llamadas cuestan, etc.
Pero sé, como lo sé ahora que tengo hijos, que por más ocupados que estén los hijos, por más distantes que se encuentren, por más distraídos que parezcan, que los padres y las madres, siempre están con el pensamiento en los hijos.
Que el hecho de que no los vean a diario, no significa en modo alguno que se desentienden de ellos.
Sin embargo, es necesario precisar que la óptica que se tiene desde el ser hijo y desde el ser padre, son distintas.
El orden natural de la vida dice que los padres se han de ir primero que los hijos.
Tanto, que existe nombre específico a quienes pierden a sus padres: huérfano. O el que pierde al esposo o esposa: viudo o viuda, según sea el caso.
Sin embargo, no existe palabra alguna que pueda encerrar el dolor de los padres que han perdido a un hijo.
Vamos, no hay quien invente una palabra que de tan dolorosa, aún no nace. El dolor se lleva dentro y es para siempre.
La vida va haciendo a los hijos que construyan su propio entorno: los hay casados, solteros, ricos, jóvenes, pobres, ancianos, hambrientos de pan y de consuelo, etc.
El padre, conforme a los criterios que existen en nuestra sociedad, es como un roble: fuerte, se yergue de pie, no se dobla.
La Madre por el contrario, con sólo ver el dolor de su hijo o sentir su ausencia, llora.
En ese llanto desfoga el dolor que los hombres no sabemos manejar, pues nuestro papel en la vida, lo que nos enseñaron, es otro.
Hoy que tengo a mis hijos, los veo salir un momento a una fiesta, sé que viven conmigo aún, sé que los tengo cerca y mi corazón se niega a dejarlos partir, así sea sólo un rato.
Sin embargo, hay que darles los permisos, de manera consensuada, pues su Mamá, invariablemente dice: -pídele permiso a tu papá-, con lo que la responsabilidad es mía, aún cuando ella abogue por sus hijos.
O caso contrario, a mí me toca ser quien los defienda, para obtener de su mamá el tan anhelado permiso.
Pero ¿cómo no he dejarlos ir a atender sus gustos, sus asuntos, si eso fue lo que yo aprendí?
¿Cómo les voy a negar los permisos que a mí siempre me concedieron cuando tenía su edad?
Ahora que viene el Día de las Madres, mis chatos se acercan a pedirme para el regalo de su Mamá, que es mi esposa.
Los atiendo, los apoyo, los aliento, pues ellos siempre han visto que vemos y visitamos a la Mamá de su Mamá y a mi Madre.
A mí, me queda el consuelo de que siempre que he podido, he visto por mi Madre. Que sabe que es mi Madre, título que a nadie más puedo dar y que la quiero con el alma.
Que siempre está en mis pensamientos, aún cuando la distancia nos separe, como yo sé que piensa en mí, pues está pendiente de mis penas y alegrías.
Por eso ahora, en este Día de las Madres, sólo me queda decirle que debe saber a ciencia cierta, que los hijos no pueden olvidar a los padres.
Como yo sé que los padres jamás alejan de sus pensamientos a ninguno de sus hijos.
Por más errores que cometan.
Y eso, señores, es el amor.
Perdonar siempre.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
José Manuel Gómez Porchini.
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