miércoles, 27 de diciembre de 2017

El cambio como constante



José Manuel Gómez Porchini / México debe salir adelante


Cada año tiene sus propios afanes y cada uno nos va marcando en la forma de hacer la vida. En uno, recibimos un hijo o logramos terminar una carrera; en otro, perdimos a alguien muy querido o cambiamos de residencia. En cada año, nos hacemos las mismas promesas de ser mejores y de buscar a los que nos han querido, así como nos comprometemos a cambiar nuestras conductas negativas. No siempre se logra y ahí estriba el sabor de la vida.

Hoy, que 2017 está a punto de terminar y se acerca 2018 a velocidad insospechada, cuando vemos que las promesas de ayer siguen pendientes y nuestros defectos siguen iguales, de nueva cuenta nos empeñamos en cambiar… sabiendo que no todo será cierto.

Sin embargo, el cambio, el anhelo de ser mejores es la constante que nos permite soportar la vida, pues a pesar de que ésta trata de derrotarnos, cada uno va buscando la manera de salir adelante, de demostrar que puede con los sinsabores del día a día y más aún, que el progreso en sus múltiples formas es posible.

Soñar que con nuestras acciones vamos a lograr cambiar el mundo, como lo han hecho los grandes pensadores, es lo que nos mantiene en la lucha a todos. Cada uno, desde su trinchera, aporta al colectivo social su esfuerzo y así, de la suma de todos, se arriba a lo que nos lleva a nuevos estadíos.

En lo personal, 2017 me deja excelente sabor de boca. En casa, mis hijos avanzan en su desarrollo profesional y Tina mi esposa cada día domina mejor las tecnologías de la información y con ello logra su meta: ser maestra de excelencia. Yo, que sigo dando clases, no tengo cómo agradecer que se hayan fijado en mí para desempeñar un cargo tan honroso como el de presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje y más, en la tierra de mis mayores, en mi Matamoros querido.

Pero cada nueva encomienda, cada nueva responsabilidad, el saber que ahora las decisiones que asuma tendrán repercusiones en la vida de algunas personas, me obliga a repensar lo que sigue.

¿En realidad, vale la pena el esfuerzo de viajar y estar lejos de mi familia? ¿Hay algo que recompense mis afanes?

El dinero es, tal vez, el último de los satisfactores del empleado en un puesto de trabajo, a pesar de ser el más necesario.

Usted puede contratar trabajadores por buenos sueldos, pero los malos tratos, la desconfianza, el ambiente laboral hostil y muchos otros vicios de la relación laboral, dan al traste con la mejor de las empresas. Se requiere que el obrero, cualquiera que sea su nivel, se sienta motivado, que vea que su trabajo es productivo, que el superior lo aprecia y que a quien va dirigido, se sienta satisfecho.

En la burocracia, los salarios son casi ajenos a la voluntad de los funcionarios. Los determina “alguien”, ajeno a lo que se hace y “así debe ser”. No hay poder humano que logre cambiarlos.

Pero he tenido experiencias maravillosas con seres humanos que me han llenado de satisfacción de tal manera, que todo esfuerzo queda convertido en nada al contemplar el resultado de un trabajo hecho a tiempo.

Estaba un día en la Junta, recién llegado, cuando vi a una señora ya entrada en años, luchando en la maraña burocrática por su asunto. Y le pedí que pasara al privado del presidente. Ahí, la escuché cuando me contó que tenía más de dos años que había comenzado los trámites para cobrar la pensión derivada de la muerte de su hijo y que aún no tenía resultado. Me levanté, pedí el expediente, lo revisé y me di cuenta de que solo faltaba un pequeño impulso procesal que ella no daría nunca por su desconocimiento de los trámites jurídicos. Le ayudé y ese mismo día obtuvo la resolución que necesitaba y pudo ir a cobrar a la fábrica que ya tenía listo el cheque. Regresó a darme las gracias y a bendecirme en todos los tonos. La cara de satisfacción de la señora cubre con creces todos mis esfuerzos.

Otro día, caminando en los pasillos de la Junta, pude ver a un abuelo, sin ánimo ni emoción por la vida, con los hombros colgados y la mirada perdida, preguntar también por los trámites de pensión de su fallecida esposa. Le pedí me relatara su problema y me enteré de que tenía una hija que lo hizo abuelo antes de los veintiún años; un hijo de diecinueve años que aún estudia y otro de catorce con problemas de motricidad, es decir, con lo que ahora se denomina capacidades especiales. Su esposa sufrió un cáncer de diez meses y ya tenía dos meses de haber fallecido. Preguntó por el cheque que en la empresa le deberían de entregar. Al revisar el expediente, únicamente existía la promoción de la empresa, pues él no había comparecido en autos, es decir, no había entregado documentación alguna… así, ¿cómo saldría algún día un cheque en su favor? Le pregunté su edad, pues no parecía ser muy grande y mi asombro fue inmenso cuando ese hombre derrotado por la vida, ya abuelo y viudo, me dijo que ya había cumplido los treinta y nueve años… ¡Apenas treinta y nueve años! De ese tamaño es la ignorancia y obvio, en quien menos sabe más se cargan las penas. Le ayudamos y por un momento me pareció ver que su rostro se iluminaba con una sonrisa. Y le dije: -para eso estamos en la Junta, para atenderlo. Me dio las gracias con voz apenas audible, pero lo sentí muy sincero.

En cuanto pueda seguir atendiendo a la gente y buscando la manera de ayudarles a hacer la vida, todos los desvelos y los esfuerzos son pocos.

Creo que esa es la sensibilidad social que nos hace falta a muchos mexicanos para entender que México tiene todo para salir adelante. El problema es que no cumplimos nuestros compromisos… a veces. Otras, sí.

Lo invito a ser de los que sí cumplen sus promesas de año nuevo. Desde bajar de peso hasta ser más humano. Piénselo.

Vale la pena.

Me gustaría conocer su opinión.

José Manuel Gómez Porchini