Sor Juana Inés de la Cruz:
¿Quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga,
la que peca por la paga o el que paga por pecar?
Niño!! Deja ahí!! Es el grito de batalla de las madres todos los días.
El niño, entonces, suspende su actividad, que no debe de haber sido muy buena, para que se haya ganado la reprimenda de la madre.
Sin embargo, pronto, más pronto de lo que se puede usted imaginar, el niño aprende que los gritos desaforados de la madre no siempre traen como resultado el castigo tan temido.
Es decir, aprende que aún cuando no cumpla la orden dada, no pasa nada.
Luego, llega el padre, aquél a quien siempre se le echa la culpa, el que debe tomar el papel de hombre formal y castiga al menor.
"Si lo castigo... eres bruto, no tienes sentimientos... si lo perdono,... ¿es así como los educas?", según el Poema del Padre, de Héctor Gagliardi.
Y, efectivamente, ahí radica el quid del problema. ¿Hasta dónde se debe permitir una actitud y cuándo se debe poner un alto? Ya en la vida del adulto, tenemos que está sujeto a infinidad de oportunidades para quebrantar la ley, para desairar lo que dictan las normas morales, para ir en contra de los convencionalismos sociales, para desatender las normas religiosas.
El resultado siempre es el mismo: no pasa nada.
No pasa nada. Imagine Usted, amable lector, cualquiera de los dictados que el hombre se ha dado a lo largo de la vida, según para normar la conducta del hombre en sociedad.
Imagine alguno que no sea muy difícil de cumplir. No nos vayamos a los extremos.
Imagine que el joven acude a la escuela, primaria, secundaria, preparatoria o en la propia universidad, la que sea.
Olvidó hacer los deberes. Pobrecito, dice el mentor. No pasa nada.
Imagine que se pasa un alto al conducir un vehículo, o que circula a exceso de velocidad en zona escolar.
Lo para un oficial de tránsito, un señor autoridad y al igual que lo hacía cuando era niño, una sonrisa o una gratificación en numerario, que a la larga vienen siendo lo mismo, permite que lo disculpen.
No pasa nada. Vaya usted ante una dependiente de tienda, un vendedor de autos (no digo el nombre de la agencia, me lo reservo, pero ellos sí saben a quién me refiero), acuda Usted a solicitar un servicio y la gente no hace lo que le corresponde, pues, todos saben que no pasa nada.
Ahora imagine que roba, asalta, mata o comete cualquier otro de los delitos que merecen pena privativa de libertad.
Un abogado astuto, una dádiva ofrecida a tiempo y ante quien la solicita, y,... no pasa nada.
Ese no pasa nada es lo que ha hecho que la humanidad haya permitido las atrocidades de la que todos los días tomamos nota puntual por los medios de información.
Cuando la madre perdona al niño travieso, cuando el maestro disculpa al alumno holgazán, cuando el oficial de tránsito acepta el soborno, volvemos al apotegma esgrimido por Sor Juana Inés de la Cruz: ¿Quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar? Luego entonces, la autoridad: la madre, el padre, el profesor, la policía, el agente de tránsito, todos, en suma, son los que van permitiendo que se relajen las normas al aceptar y permitir como válidos los pretextos y excusas que se esgrimen para no cumplir con los ordenamientos.
Sin embargo, tal como el dilema que se plantea el padre en el poema referido, o lo que aduce Sor Juana, ¿hasta dónde es aceptable la disculpa? La política de Cero Tolerancia implementada en Nueva York no fue suficiente para terminar con los delitos en aquella ciudad, y no será tampoco suficiente en ninguna otra.
Lo que se necesita no son leyes más estrictas, ni carceleros feroces, ni madres y padres despiadados, ni maestros intolerantes.
Lo que se requiere es crear conciencia, desde niños, en los alcances de los actos de cada quien.
Es decir, se debe inculcar, cual doctrina de cualquier tipo, que existe una línea que separa lo correcto de lo indebido, lo bueno de lo malo, lo válido de lo penado.
Al niño, se le debe querer, alentar, apoyar, pero también se le deben poner límites.
Así como siendo muy pequeños, existen barandales en su cuna que fijan los límites donde puede moverse, y que al empezar a caminar se le va marcando hasta dónde puede llegar, así se le deben poner límites en cada acto de la vida para que al llegar a la edad en que pueden utilizar su capacidad de raciocinio, les haya quedado perfectamente claro qué es lo bueno y qué es lo malo y, además, el por qué de la diferencia.
El comercial televisivo en el que el niño anuncia a sus padres que obtuvo un diez pirata, es un claro ejemplo de que el niño es capaz de diferenciar entre lo bueno y lo malo.
¿A qué padre le gustará que su hijo obtenga calificaciones piratas? Y sin embargo, es mucho más común de lo que se imaginan los padres que luchan por que los maestros releven a sus hijos de las tareas que les han encomendado, "porque está muy chiquito".
Recuerde, amable lector, que por Usted no iban en automóvil a la escuela. Eran otros tiempos, dirá, y es cierto, pero trasladando el símil, a Usted no le forraban los libros.
Usted lo hacía por sí mismo. Ahora el común denominador es que los padres pretendan eliminar de las vidas de sus hijos los problemas cotidianos, sin entender que al negarles la oportunidad de hacer sus propias tareas, los esfuerzos que les corresponden, les están negando la oportunidad de crecer como personas íntegras en todos los sentidos, y les están vedando la oportunidad de conocer sus propios alcances.
Por eso, cuando se enfrentan a algo que deberían poder resolver, resulta que no tienen la capacidad de respuesta necesaria para tal efecto.
Y es ahí donde entra la impunidad, que significa dejar sin castigo el mal hecho. Impune queda el niño que no recibe regaño por la pataleta, como el alumno al que disculpan no elaborar sus tareas, como impune queda quien omite cumplir una ley: no matar, no robar, no asaltar, no conducir ebrio, etc. Si pretendemos empezar por corregir a los conductores ebrios, o por corregir a los narcotraficantes, tendremos que la labor es mucho mayor a nuestras fuerzas, y lo estamos viendo día a día.
Lo que se impone, es empezar a exigir a cada uno que hagamos lo que nos corresponde, sólo eso y nada más que eso, pero eso sí, con la seriedad que el caso amerita.
Empecemos por exigirle a cada uno, que realice las funciones que le fueron asignadas: a la madre, a que reprenda al hijo; al padre, que apoye dicha reprimenda; a los maestros, que exijan las tareas que correspondan; a la autoridad, que cumpla con la obligación de sancionar a quien comete las faltas menores, etc. Así, las faltas mayores dejarán solas de cometerse.
Es un dicho de los abuelos: cuida los centavos... los pesos se cuidan solos.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
El niño, entonces, suspende su actividad, que no debe de haber sido muy buena, para que se haya ganado la reprimenda de la madre.
Sin embargo, pronto, más pronto de lo que se puede usted imaginar, el niño aprende que los gritos desaforados de la madre no siempre traen como resultado el castigo tan temido.
Es decir, aprende que aún cuando no cumpla la orden dada, no pasa nada.
Luego, llega el padre, aquél a quien siempre se le echa la culpa, el que debe tomar el papel de hombre formal y castiga al menor.
"Si lo castigo... eres bruto, no tienes sentimientos... si lo perdono,... ¿es así como los educas?", según el Poema del Padre, de Héctor Gagliardi.
Y, efectivamente, ahí radica el quid del problema. ¿Hasta dónde se debe permitir una actitud y cuándo se debe poner un alto? Ya en la vida del adulto, tenemos que está sujeto a infinidad de oportunidades para quebrantar la ley, para desairar lo que dictan las normas morales, para ir en contra de los convencionalismos sociales, para desatender las normas religiosas.
El resultado siempre es el mismo: no pasa nada.
No pasa nada. Imagine Usted, amable lector, cualquiera de los dictados que el hombre se ha dado a lo largo de la vida, según para normar la conducta del hombre en sociedad.
Imagine alguno que no sea muy difícil de cumplir. No nos vayamos a los extremos.
Imagine que el joven acude a la escuela, primaria, secundaria, preparatoria o en la propia universidad, la que sea.
Olvidó hacer los deberes. Pobrecito, dice el mentor. No pasa nada.
Imagine que se pasa un alto al conducir un vehículo, o que circula a exceso de velocidad en zona escolar.
Lo para un oficial de tránsito, un señor autoridad y al igual que lo hacía cuando era niño, una sonrisa o una gratificación en numerario, que a la larga vienen siendo lo mismo, permite que lo disculpen.
No pasa nada. Vaya usted ante una dependiente de tienda, un vendedor de autos (no digo el nombre de la agencia, me lo reservo, pero ellos sí saben a quién me refiero), acuda Usted a solicitar un servicio y la gente no hace lo que le corresponde, pues, todos saben que no pasa nada.
Ahora imagine que roba, asalta, mata o comete cualquier otro de los delitos que merecen pena privativa de libertad.
Un abogado astuto, una dádiva ofrecida a tiempo y ante quien la solicita, y,... no pasa nada.
Ese no pasa nada es lo que ha hecho que la humanidad haya permitido las atrocidades de la que todos los días tomamos nota puntual por los medios de información.
Cuando la madre perdona al niño travieso, cuando el maestro disculpa al alumno holgazán, cuando el oficial de tránsito acepta el soborno, volvemos al apotegma esgrimido por Sor Juana Inés de la Cruz: ¿Quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar? Luego entonces, la autoridad: la madre, el padre, el profesor, la policía, el agente de tránsito, todos, en suma, son los que van permitiendo que se relajen las normas al aceptar y permitir como válidos los pretextos y excusas que se esgrimen para no cumplir con los ordenamientos.
Sin embargo, tal como el dilema que se plantea el padre en el poema referido, o lo que aduce Sor Juana, ¿hasta dónde es aceptable la disculpa? La política de Cero Tolerancia implementada en Nueva York no fue suficiente para terminar con los delitos en aquella ciudad, y no será tampoco suficiente en ninguna otra.
Lo que se necesita no son leyes más estrictas, ni carceleros feroces, ni madres y padres despiadados, ni maestros intolerantes.
Lo que se requiere es crear conciencia, desde niños, en los alcances de los actos de cada quien.
Es decir, se debe inculcar, cual doctrina de cualquier tipo, que existe una línea que separa lo correcto de lo indebido, lo bueno de lo malo, lo válido de lo penado.
Al niño, se le debe querer, alentar, apoyar, pero también se le deben poner límites.
Así como siendo muy pequeños, existen barandales en su cuna que fijan los límites donde puede moverse, y que al empezar a caminar se le va marcando hasta dónde puede llegar, así se le deben poner límites en cada acto de la vida para que al llegar a la edad en que pueden utilizar su capacidad de raciocinio, les haya quedado perfectamente claro qué es lo bueno y qué es lo malo y, además, el por qué de la diferencia.
El comercial televisivo en el que el niño anuncia a sus padres que obtuvo un diez pirata, es un claro ejemplo de que el niño es capaz de diferenciar entre lo bueno y lo malo.
¿A qué padre le gustará que su hijo obtenga calificaciones piratas? Y sin embargo, es mucho más común de lo que se imaginan los padres que luchan por que los maestros releven a sus hijos de las tareas que les han encomendado, "porque está muy chiquito".
Recuerde, amable lector, que por Usted no iban en automóvil a la escuela. Eran otros tiempos, dirá, y es cierto, pero trasladando el símil, a Usted no le forraban los libros.
Usted lo hacía por sí mismo. Ahora el común denominador es que los padres pretendan eliminar de las vidas de sus hijos los problemas cotidianos, sin entender que al negarles la oportunidad de hacer sus propias tareas, los esfuerzos que les corresponden, les están negando la oportunidad de crecer como personas íntegras en todos los sentidos, y les están vedando la oportunidad de conocer sus propios alcances.
Por eso, cuando se enfrentan a algo que deberían poder resolver, resulta que no tienen la capacidad de respuesta necesaria para tal efecto.
Y es ahí donde entra la impunidad, que significa dejar sin castigo el mal hecho. Impune queda el niño que no recibe regaño por la pataleta, como el alumno al que disculpan no elaborar sus tareas, como impune queda quien omite cumplir una ley: no matar, no robar, no asaltar, no conducir ebrio, etc. Si pretendemos empezar por corregir a los conductores ebrios, o por corregir a los narcotraficantes, tendremos que la labor es mucho mayor a nuestras fuerzas, y lo estamos viendo día a día.
Lo que se impone, es empezar a exigir a cada uno que hagamos lo que nos corresponde, sólo eso y nada más que eso, pero eso sí, con la seriedad que el caso amerita.
Empecemos por exigirle a cada uno, que realice las funciones que le fueron asignadas: a la madre, a que reprenda al hijo; al padre, que apoye dicha reprimenda; a los maestros, que exijan las tareas que correspondan; a la autoridad, que cumpla con la obligación de sancionar a quien comete las faltas menores, etc. Así, las faltas mayores dejarán solas de cometerse.
Es un dicho de los abuelos: cuida los centavos... los pesos se cuidan solos.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
Publicado el 31 de agosto de 2005 en El Porvenir
http://www.elporvenir.com.mx/notas.asp?nota_id=25985
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