Cuando hacemos referencia a algunas palabras, acostumbramos hacerlo en el modo de sustantivo, es decir, como si estuviera conjugado el verbo en primera persona del singular. Por ello, decimos “trabajo” y “empleo”, no “trabajar” y “emplear”.
Hoy voy a tratar de referirme a una pequeña, mínima distinción entre trabajo y empleo, que acostumbramos usar como sinónimos pero que si los analizamos con detenimiento, podremos darnos cuenta de que esa diferencia influye de manera sustancial en nuestra propia vida como país, en los efectos que produce en la sociedad y la gravedad de lo que resulta de confundir dos palabras que, a veces, se usan como sinónimos.
Revisando la página de internet de la Real Academia Española de la Lengua, encontramos las siguientes definiciones: trabajar: 1. intr. Ocuparse en cualquier actividad física o intelectual[1]; emplear: 1. tr. Ocupar a alguien, encargándole un negocio, comisión o puesto[2].
En ambos casos, hemos tomado sólo la primera acepción que aparece y ahora trataré de ubicarlo en términos de más fácil comprensión.
Por trabajo se debe entender la actividad humana que implique un esfuerzo, ya físico, ya intelectual, que sirva a diversos propósitos. Básicamente, a sacar la vida adelante. Trabaja el niño en aprender a caminar; trabaja el niño y de manera muy formal, en jugar; trabaja el estudiante, tanto para asistir a clases como en hacer sus deberes y transportarse a la escuela; trabaja el ama de casa que se encarga de preparar todo lo necesario para que los retoños y el marido tengan listo lo que requieren para sus actividades diarias, como también trabaja la mujer que vende en casa productos por catálogo, que vende puerta por puerta diversas mercaderías con el pomposo título de “asociada en ventas”; trabaja el hombre que vende tacos en la calle, como el profesionista independiente que tiene su propio despacho, bufete, consultorio u oficina; trabajan también, la mujer que se dedica a la vida galante y algunos caballeros que siguen los mismos afanes; como también lo hace el adulto mayor, en plenitud o “viejito” que hace un esfuerzo físico para seguir la vida.
Sin embargo, ninguno de ellos tiene un empleo formal, de esos que presumen los gobernantes y que registran las instituciones de seguridad social.
Tener un empleo, de esos que se contabilizan, de los que se inscriben en las estadísticas, de los que proporcionan una cierta seguridad, es cosa muy distinta.
Un empleo formal, implica que alguien, persona física o moral, lo busque a Usted, para encargarle realice o desempeñe un negocio, comisión o puesto, en el que Usted tendrá sólo una serie muy limitada de atribuciones, un muy limitado catálogo de obligaciones y tendrá además, una serie de prerrogativas, prebendas y canonjías que sólo a los empleados corresponden.
El patrón, por su parte, por cada empleo que vaya creando, va creando una serie de compromisos que son maravillosos para el empleado, pero que en modo alguno son tan amplios como la vida actual requiere.
El empleado, es decir, quien tenga un empleo formal, tendrá acceso y derecho a prestaciones de seguridad social, a vacaciones, a aguinaldo, a horas extras, a una posible pensión o jubilación, a una “ayuda en caso de matrimonio”, cuando lo cierto es que, creo, deberían cobrarles. Valga eso como un pequeño chascarrillo, como un desahogo de quien tiene más de veinte años en esa situación.
Pero ahora sí, de manera formal, lo invito a que reflexionemos juntos. No todos los que trabajan tienen un empleo formal ni todos los que gozan de un empleo formal, trabajan.
Usted y yo hemos visto a más de uno, personas con un empleo formal, que acuden a sus centros de labores y sólo eso hacen, pues en toda la jornada no dan golpe, ni producen nada, ni hacen absolutamente nada. Sin embargo, tienen las prestaciones descritas y hasta más. Alegan que por el sólo hecho de ir a la oficina, ya tienen ganado el salario.
Eso, sucede lo mismo en el ámbito gubernamental que en el sector privado. En uno y otro, vemos personas que acuden a las oficinas sólo para estar presentes todo el día, a veces, hasta con horas extras, sin hacer nada, es decir, sin trabajar.
Y lo más triste e interesante, es que en nuestro México, la ley que protege a los que tienen un empleo se llama, formalmente, “Ley Federal del Trabajo”. Fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 01 de abril de 1970 para entrar en vigor el 01 de mayo del mismo año, con excepción de algunos artículos que tuvieron diferente fecha de inicio de vigencia.
Es decir, para regular los empleos, se recurre a la Ley Federal del Trabajo. ¿Y para regular a los trabajadores? No existe ley alguna.
Los que saben de eso, dividen a la totalidad de la población de los países en “población económica activa” y los que no lo son. En México, si quitamos a los niños, a los estudiantes, a los adultos mayores, a los que tengan alguna discapacidad, a algunos otros grupos, lo que de por sí es etiquetar a la gente, nos quedan más o menos 45 millones de personas en edad de tener un empleo formal, es decir, nuestra población “económicamente activa” es de aproximadamente 45 millones de personas.
La cifra mágica que señala qué tantos empleos existen en el país, es la que proporciona, según algún genio de nuestro gobierno, el Instituto Mexicano del Seguro Social, supuestamente la única entidad encargada de proporcionar seguridad social en nuestra patria.
Para ellos, sólo alrededor de 13 o 14 millones de mexicanos tienen un empleo formal, es decir, de los que se registran y tienen las prestaciones “de ley”, y a los demás millones, podría decirse que de flojos e improductivos no los bajan.
Se les olvida incluir en la población que tiene un empleo formal, a aquellos que están registrados en algún otro de los múltiples sistemas de seguridad social que coexisten en México: Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, según aparece en su página de internet; los de Luz y Fuerza del Centro, los de Comisión Federal de Electricidad; los de las Fuerzas Armadas; los de las Universidades Públicas, que son aproximadamente 38; los de los Gobiernos Estatales, que se manejan aparte de los federales; los de los municipios, cuando menos, los de los más pudientes del país; los de diversos organismos públicos descentralizados, tanto del Gobierno Federal como de los Gobiernos Estatales y algunos otros sistemas que de momento se me escapan.
Si Usted algo ha visto de esto, ha de saber que la antigüedad en el empleo de uno de los sistemas no la puede arrastrar a otro, por lo que está condenado a permanecer en un “empleo formal” hasta que obtenga la jubilación, considerada por algunos tratadistas “la reyna de las prestaciones laborales”. De ahí que si Usted logra ingresar a alguno de esos “empleos”, haga hasta lo imposible por no perderlo, incluyendo no “hacer olas” cuando vea que las cosas van mal, pues lo pueden despedir, con lo que terminaría su estabilidad en el empleo, no en el trabajo.
La estabilidad y seguridad en el trabajo la tenemos desde el nacimiento, pues todos estamos sujetos a realizar esfuerzo, ya físico, ya intelectual, para conseguir lo que deseamos, incluyendo el llanto del bebé para conseguir alimento; la rebeldía del joven para lograr el permiso (me costó mucho trabajo convencer a mis papás de que me dejaran ir al baile); el “quehacer” del ama de casa para tener todo en orden; los afanes del obrero por conseguir “trabajo” en la obra o en el campo; el sufrimiento del profesionista por conseguir “un trabajo” en su oficina, que le permita llevar alimento a su casa; en suma, esa estabilidad la tenemos todos, que siempre estamos trabajando para sacar la vida adelante.
El hecho de etiquetar a los que tienen un empleo formal como los únicos productivos del país, hace que el ingreso per cápita de quien tiene el empleo formal se deba diluir entre los “dependientes económicos”, cuando a veces, esos “dependientes económicos” que no tienen un empleo formal, obtienen mejores y mayores ingresos que el propio asalariado.
Imagínese Usted, una casa en la que el padre de familia tenga un empleo formal, ya público, ya privado, el que Usted quiera, con jornada de ocho horas, derecho a vacaciones, aguinaldo y todo lo descrito. Que tenga una esposa que venda productos de diversas clases, trastes, zapatos, colchas y demás y que gane más que él; unos hijos que salgan a trabajar en el Taxi del que el padre de familia es propietario y que usa sólo los fines de semana, “para completar”, pero que los muchachos trabajan toda la semana cuando no están en la escuela y ganan más que el padre en el empleo formal; en suma muchos ejemplos y todos los que a Usted se le puedan ocurrir, que ganen más que el salario del empleo formal que crece a un ritmo del 4 por ciento al año, cuando las cosas suben un 40 por ciento.
No existe ley que los proteja ni mecanismo alguno que les ayude a progresar.
Eso sí, a los del empleo formal, “clientes cautivos de Hacienda”, les dejan caer todo el peso de la ley a la hora de calcular impuestos.
Inclusive, algunos cuantos, que tratan de ser honrados y querer a su país, van y se dan de alta como comisionistas, como profesionistas independientes, como prestadores de servicios, como muchas otras cosas más, sin derecho a nada pero sí, con toda la carga impositiva como si fueran grandes empresas con ejércitos de contadores y abogados para eludir, que no evadir, el pago de impuestos.
¿Cómo podremos lograr que todos los mexicanos, por el sólo hecho de serlo, tengan acceso a los privilegios de un empleo en razón de su trabajo?
Ya con esos antecedentes y sólo por razón de espacio, suspendemos esta colaboración.
La respuesta a lo planteado, queda pendiente para la siguiente entrega, si logro gozar del favor de su atención.
Mi trabajo, será plantearlo. El suyo, ayudarme a difundirlo.
Ojalá logre interesarlo. Siempre trataré de estar dispuesto a atenderlo.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
José Manuel Gómez Porchini.
Licenciado en Ciencias Jurídicas por la U.A.N.L
Maestro en Derecho Constitucional y Amparo por la U.A.T.
Miembro de número de la Academia Mexicana de Derecho del Trabajo y de la Previsión Social.
Comentarios: jmgomezporchini@gmail.com
[1] http://buscon.rae.es/draeI/
[2] http://buscon.rae.es/draeI/
Hoy voy a tratar de referirme a una pequeña, mínima distinción entre trabajo y empleo, que acostumbramos usar como sinónimos pero que si los analizamos con detenimiento, podremos darnos cuenta de que esa diferencia influye de manera sustancial en nuestra propia vida como país, en los efectos que produce en la sociedad y la gravedad de lo que resulta de confundir dos palabras que, a veces, se usan como sinónimos.
Revisando la página de internet de la Real Academia Española de la Lengua, encontramos las siguientes definiciones: trabajar: 1. intr. Ocuparse en cualquier actividad física o intelectual[1]; emplear: 1. tr. Ocupar a alguien, encargándole un negocio, comisión o puesto[2].
En ambos casos, hemos tomado sólo la primera acepción que aparece y ahora trataré de ubicarlo en términos de más fácil comprensión.
Por trabajo se debe entender la actividad humana que implique un esfuerzo, ya físico, ya intelectual, que sirva a diversos propósitos. Básicamente, a sacar la vida adelante. Trabaja el niño en aprender a caminar; trabaja el niño y de manera muy formal, en jugar; trabaja el estudiante, tanto para asistir a clases como en hacer sus deberes y transportarse a la escuela; trabaja el ama de casa que se encarga de preparar todo lo necesario para que los retoños y el marido tengan listo lo que requieren para sus actividades diarias, como también trabaja la mujer que vende en casa productos por catálogo, que vende puerta por puerta diversas mercaderías con el pomposo título de “asociada en ventas”; trabaja el hombre que vende tacos en la calle, como el profesionista independiente que tiene su propio despacho, bufete, consultorio u oficina; trabajan también, la mujer que se dedica a la vida galante y algunos caballeros que siguen los mismos afanes; como también lo hace el adulto mayor, en plenitud o “viejito” que hace un esfuerzo físico para seguir la vida.
Sin embargo, ninguno de ellos tiene un empleo formal, de esos que presumen los gobernantes y que registran las instituciones de seguridad social.
Tener un empleo, de esos que se contabilizan, de los que se inscriben en las estadísticas, de los que proporcionan una cierta seguridad, es cosa muy distinta.
Un empleo formal, implica que alguien, persona física o moral, lo busque a Usted, para encargarle realice o desempeñe un negocio, comisión o puesto, en el que Usted tendrá sólo una serie muy limitada de atribuciones, un muy limitado catálogo de obligaciones y tendrá además, una serie de prerrogativas, prebendas y canonjías que sólo a los empleados corresponden.
El patrón, por su parte, por cada empleo que vaya creando, va creando una serie de compromisos que son maravillosos para el empleado, pero que en modo alguno son tan amplios como la vida actual requiere.
El empleado, es decir, quien tenga un empleo formal, tendrá acceso y derecho a prestaciones de seguridad social, a vacaciones, a aguinaldo, a horas extras, a una posible pensión o jubilación, a una “ayuda en caso de matrimonio”, cuando lo cierto es que, creo, deberían cobrarles. Valga eso como un pequeño chascarrillo, como un desahogo de quien tiene más de veinte años en esa situación.
Pero ahora sí, de manera formal, lo invito a que reflexionemos juntos. No todos los que trabajan tienen un empleo formal ni todos los que gozan de un empleo formal, trabajan.
Usted y yo hemos visto a más de uno, personas con un empleo formal, que acuden a sus centros de labores y sólo eso hacen, pues en toda la jornada no dan golpe, ni producen nada, ni hacen absolutamente nada. Sin embargo, tienen las prestaciones descritas y hasta más. Alegan que por el sólo hecho de ir a la oficina, ya tienen ganado el salario.
Eso, sucede lo mismo en el ámbito gubernamental que en el sector privado. En uno y otro, vemos personas que acuden a las oficinas sólo para estar presentes todo el día, a veces, hasta con horas extras, sin hacer nada, es decir, sin trabajar.
Y lo más triste e interesante, es que en nuestro México, la ley que protege a los que tienen un empleo se llama, formalmente, “Ley Federal del Trabajo”. Fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 01 de abril de 1970 para entrar en vigor el 01 de mayo del mismo año, con excepción de algunos artículos que tuvieron diferente fecha de inicio de vigencia.
Es decir, para regular los empleos, se recurre a la Ley Federal del Trabajo. ¿Y para regular a los trabajadores? No existe ley alguna.
Los que saben de eso, dividen a la totalidad de la población de los países en “población económica activa” y los que no lo son. En México, si quitamos a los niños, a los estudiantes, a los adultos mayores, a los que tengan alguna discapacidad, a algunos otros grupos, lo que de por sí es etiquetar a la gente, nos quedan más o menos 45 millones de personas en edad de tener un empleo formal, es decir, nuestra población “económicamente activa” es de aproximadamente 45 millones de personas.
La cifra mágica que señala qué tantos empleos existen en el país, es la que proporciona, según algún genio de nuestro gobierno, el Instituto Mexicano del Seguro Social, supuestamente la única entidad encargada de proporcionar seguridad social en nuestra patria.
Para ellos, sólo alrededor de 13 o 14 millones de mexicanos tienen un empleo formal, es decir, de los que se registran y tienen las prestaciones “de ley”, y a los demás millones, podría decirse que de flojos e improductivos no los bajan.
Se les olvida incluir en la población que tiene un empleo formal, a aquellos que están registrados en algún otro de los múltiples sistemas de seguridad social que coexisten en México: Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, según aparece en su página de internet; los de Luz y Fuerza del Centro, los de Comisión Federal de Electricidad; los de las Fuerzas Armadas; los de las Universidades Públicas, que son aproximadamente 38; los de los Gobiernos Estatales, que se manejan aparte de los federales; los de los municipios, cuando menos, los de los más pudientes del país; los de diversos organismos públicos descentralizados, tanto del Gobierno Federal como de los Gobiernos Estatales y algunos otros sistemas que de momento se me escapan.
Si Usted algo ha visto de esto, ha de saber que la antigüedad en el empleo de uno de los sistemas no la puede arrastrar a otro, por lo que está condenado a permanecer en un “empleo formal” hasta que obtenga la jubilación, considerada por algunos tratadistas “la reyna de las prestaciones laborales”. De ahí que si Usted logra ingresar a alguno de esos “empleos”, haga hasta lo imposible por no perderlo, incluyendo no “hacer olas” cuando vea que las cosas van mal, pues lo pueden despedir, con lo que terminaría su estabilidad en el empleo, no en el trabajo.
La estabilidad y seguridad en el trabajo la tenemos desde el nacimiento, pues todos estamos sujetos a realizar esfuerzo, ya físico, ya intelectual, para conseguir lo que deseamos, incluyendo el llanto del bebé para conseguir alimento; la rebeldía del joven para lograr el permiso (me costó mucho trabajo convencer a mis papás de que me dejaran ir al baile); el “quehacer” del ama de casa para tener todo en orden; los afanes del obrero por conseguir “trabajo” en la obra o en el campo; el sufrimiento del profesionista por conseguir “un trabajo” en su oficina, que le permita llevar alimento a su casa; en suma, esa estabilidad la tenemos todos, que siempre estamos trabajando para sacar la vida adelante.
El hecho de etiquetar a los que tienen un empleo formal como los únicos productivos del país, hace que el ingreso per cápita de quien tiene el empleo formal se deba diluir entre los “dependientes económicos”, cuando a veces, esos “dependientes económicos” que no tienen un empleo formal, obtienen mejores y mayores ingresos que el propio asalariado.
Imagínese Usted, una casa en la que el padre de familia tenga un empleo formal, ya público, ya privado, el que Usted quiera, con jornada de ocho horas, derecho a vacaciones, aguinaldo y todo lo descrito. Que tenga una esposa que venda productos de diversas clases, trastes, zapatos, colchas y demás y que gane más que él; unos hijos que salgan a trabajar en el Taxi del que el padre de familia es propietario y que usa sólo los fines de semana, “para completar”, pero que los muchachos trabajan toda la semana cuando no están en la escuela y ganan más que el padre en el empleo formal; en suma muchos ejemplos y todos los que a Usted se le puedan ocurrir, que ganen más que el salario del empleo formal que crece a un ritmo del 4 por ciento al año, cuando las cosas suben un 40 por ciento.
No existe ley que los proteja ni mecanismo alguno que les ayude a progresar.
Eso sí, a los del empleo formal, “clientes cautivos de Hacienda”, les dejan caer todo el peso de la ley a la hora de calcular impuestos.
Inclusive, algunos cuantos, que tratan de ser honrados y querer a su país, van y se dan de alta como comisionistas, como profesionistas independientes, como prestadores de servicios, como muchas otras cosas más, sin derecho a nada pero sí, con toda la carga impositiva como si fueran grandes empresas con ejércitos de contadores y abogados para eludir, que no evadir, el pago de impuestos.
¿Cómo podremos lograr que todos los mexicanos, por el sólo hecho de serlo, tengan acceso a los privilegios de un empleo en razón de su trabajo?
Ya con esos antecedentes y sólo por razón de espacio, suspendemos esta colaboración.
La respuesta a lo planteado, queda pendiente para la siguiente entrega, si logro gozar del favor de su atención.
Mi trabajo, será plantearlo. El suyo, ayudarme a difundirlo.
Ojalá logre interesarlo. Siempre trataré de estar dispuesto a atenderlo.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
José Manuel Gómez Porchini.
Licenciado en Ciencias Jurídicas por la U.A.N.L
Maestro en Derecho Constitucional y Amparo por la U.A.T.
Miembro de número de la Academia Mexicana de Derecho del Trabajo y de la Previsión Social.
Comentarios: jmgomezporchini@gmail.com
[1] http://buscon.rae.es/draeI/
[2] http://buscon.rae.es/draeI/
No hay comentarios:
Publicar un comentario