Hoy voy a narrar parte de la historia de mi papá, Carlos
Gómez Sánchez, y de mi mamá, María Guadalupe Porchini Galván, ambos de Cd.
Victoria, Tamaulipas y que por esas cosas del destino fueron a vivir, recién
casados, a la Ciudad de México, específicamente a Milpa Alta, la Delegación
Rural del Distrito Federal.
Mi papá aún era estudiante de leyes y ya ocupaba el puesto
de Delegado político, cuando ese nombramiento vestía y daba lustre y no como
ahora, que sirve para hacerse millonario en un momento.
Los compañeros de escuela de mi papá, pues aún no
terminaba su segunda carrera, ya que la de Profesor de Educación Primaria la
había terminado e incluso ejerció como Director de Primaria Federal en Jiménez,
Tamaulipas, iban a Milpa Alta pues todos eran amigos del delegado. Muchos años
después, mi papá me decía los privilegios que podría tener en varias casas,
precisamente en las de aquellos que tuvieron privilegios con él.
Se casaron, llegó mi mamá y siguieron teniendo muchos
amigos. Entre ellos, estaban los que llamaban “Los Chatos”, Alonso y Ortega,
que por siempre siguieron distinguiendo a mis padres con su amistad. Claro,
Girón, Aranda, Molina y muchos más. Todos los de la generación de la facultad
de leyes de la UNAM en la que tuvieron el placer de coincidir.
Cambiaron los tiempos, cambiaron domicilios y cada quien
hizo la vida como logró hacerlo, pero siempre, con una amistad por encima de
todo tipo de situaciones.
Mi madre empezó sus estudios profesionales en San Luis
Potosí y los terminó en Monterrey, capital del industrioso estado de Nuevo
León, donde hoy resido y donde conseguí esposa, que ha sido mi compañera de
vida, mi amiga y mi todo, en toda la extensión de la palabra.
Acá, en este Monterrey tan caluroso, mi madre terminó su
carrera de Químico Fármaco Biólogo, en 1950, cuando no era bien visto que las
mujeres estudiaran y menos aún, carreras casi exclusivas para hombres. Con todo
y eso, había varias mujeres en el grupo y de entre ellas, María Isabel García
Salinas, mi Tía Chabe, siempre se distinguió por el afecto que las unió.
Y la vida siguió y faltó mi papá cuando nos hacía mucha
falta, pues yo tenía 24 años, como me sigue haciendo falta aún a pesar de que
cada día parece que cumplo un año más.
Una vez, cuando estuve muy enfermo, mi Tía Chabe me
recibió en su casa y ahí pasé mi convalecencia. Claro, Tina, que todavía era mi
novia y mi madre estuvieron conmigo, pero en casa de Tía Chabe.
Pero la vida la hicimos, mis hermanos y yo, siempre
arropados por los amigos de la vida, por quienes vieron los esfuerzos de Carlos
y Lupita y que nos siguieron atendiendo a pesar de que mi padre ya no está
físicamente con nosotros.
Hace unos días, mis hermanas, que por cierto parece que no
entienden que no todo se puede hacer, decidieron organizar una reunión en
Matamoros, Tamaulipas, la tierra a donde llegamos como familia a mediados de
los sesentas y donde mi padre quedó para siempre, ahí donde reside aún mi mamá
y comparte la vida con sus amigas.
La fiesta… ¿qué puedo decirle? Para empezar, para mí,
representó viaje, pues como radico en Monterrey implica dejar los afanes
cotidianos, pagar gasolina, casetas, hotel, comidas y todo lo que implica
moverse con cuatro de familia, ya todos grandes, pues nuestros hijos andan en
21 y 24 años.
Llegamos a la hora en que estábamos citados y empezamos a
saludar a mucha gente a la que hacía años no veíamos. A Avice Hallam, compañera
de primaria de mi mamá, hermosa como siempre y a quien por siempre he de
agradecerle los cuidados que tuvo conmigo; a la vecina de toda la vida, la Sra.
Juanita; a nuestro amigo, compañero de Carlos y amigo de todos, Beto Ríos, que siempre
ha estado cerca de nosotros y mucha gente más. Fue un verdadero agasajo el
poder compartir el pan y la sal con todos y cada uno de los presentes.
Hace muchos, muchos años, recuerdo que Manuel y Vicky
llevaban a la casa a su niño, Rodrigo, para que mi mamá lo cuidara. Aún estaba
papá y lo conoció. Ahora lo vi, ya convertido en un padre de familia, con sus
hijos y acompañando a mi madre y a todos los Gómez Porchini.
A la hora de la cena alguien pidió que tocara mi Tío Jorge
Alonso y claro que lo hizo, con esa destreza y habilidad que siempre lo ha
caracterizado. Lo acompañó al micrófono, cantando, Chabelita, mi Tía Chabe, la
que hace poco lanzó su primer disco apenas a los ochenta y tantitos años.
Si los muchachos de más de ochenta cantan, tocan, bailan,
viajan para acompañar a los amigos, más que hermanos de toda la vida, como lo
hizo también el Chato Ortega, a nosotros nos queda el compromiso de honrar esa
amistad. Nos corresponde hacerla que perdure y se prolongue en los tiempos y
las familias. De ahí nace la obligación moral de atender siempre al amigo y al hijo
del amigo.
Vale la pena.
Me gustaría conocer su opinión.
José Manuel Gómez
Porchini.
Director General
Calmécac Asesores
Profesionales S.C.
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