Monterrey es una ciudad que se ubica al norte de la república mexicana, en una zona dura por su clima, agreste, medio inhóspita, seca y que entrega sus frutos a cuenta gotas.
La gente de Monterrey, aprendió hace mucho que si algo quería, tenían que aprender a producirlo, a lograrlo despacio y a esperar los tiempos para cumplir sus metas. En el sur, en la zona costera, en los manglares, basta arrojar una semilla a la tierra y dejarla sola para que produzca fruto. Aquí, en la tierra regia, los frutos se niegan. Por eso, el regio nunca aprendió a comer verduras ni a paladear las frutas carnosas que solas se dan en otros lares. Aquí, lo que se podía producir era hierba y de ella, sólo comía la cabra. Por eso aprendió a comer cabrito y a prepararlo como si fuera para un rey.
Tampoco tuvo agua. La poca que llegaba, tenía que manejarla con mucha cautela. La hizo cerveza para poder conservarla y ahí nació su tradición y el origen de sus grandes fortunas.
Logró convertir sus carencias en sus fortalezas. Ese es un gran mérito de los regiomontanos.
Muchos años después, el regio ha crecido, ha educado a sus hijos y ha mutado sus carencias en abundancia. Ahora, viaja, se instruye, conoce otras costumbres, es un verdadero ciudadano universal. Aprendió a disfrutar lo mejor de la vida cubriendo siempre, el costo que ello implicaba.
De pronto, aquél San Nicolás de los Garza, San Nico Texas, como acostumbraban decir sus pobladores, por su muy elevado nivel de cultura y de bienestar, como San Pedro Garza García, el municipio con mayor índice de riqueza de México, el propio Monterrey, cuna de las grandes fortunas y hasta Guadalupe, el dormitorio de la región, habían satisfecho todas sus necesidades y ya tenían múltiples universidades de primer nivel, hoteles, convenciones, paseos y todo lo necesario para pensar que estaban en el tope de la sociedad.
Llegaron a un nivel de confort en que relajaron sus virtudes, como ha sucedido con todas las civilizaciones y fueron permitiendo que las costumbres acendradas, como el ahorro, la frugalidad, el trabajo, el respeto y todo de lo que se sentían orgullosos, se convirtieran en indolencia, despilfarro, ocio, holganza y sobre todo, en falta de respeto a su propia identidad. En una palabra, perdieron el rumbo de lo que habían sido a lo largo del tiempo y se convirtieron en un pueblo que permitió todo tipo de excesos.
Aparecieron los palacios ostentosos, los carros que insultan por su precio, la ropa de marca que marca a quien la usa y todo lo que implica una vida relajada, sin controles ni límites.
Ahí, en ese ambiente, aparecieron los que más allá de lo humano, buscaron obtener una tajada de la riqueza regia.
Y fueron llegando a vivir, pared con pared, los que se encuentran fuera de la ley con los regios, que permitieron, nobles y hospitalarios que son, que los nuevos vecinos sentaran sus reales en la zona.
Un día, ese nuevo vecino empezó a tomar partido, a reclamar cuotas de poder, a exigir una parte de la riqueza y a amenazar a los habitantes de la Sultana del Norte, lo mismo que hicieron en muchas otras ciudades del país.
Y empezaron los temores, los miedos, las amenazas, las exacciones y todo lo que condujo a lo que ahora se vive. Como fueron atacando a uno por uno, en lo individual, el regio o más bien, el mexicano, se replegó en sus propios miedos, en su zona de seguridad y dejó que las cosas rodaran, sin pensar que lo que le sucedía a los demás, un día podría sucederle a él o a su familia.
La autoridad, que puesta contra la pared, pues empezó siendo amigo de quien violaba la ley y luego, cuando quiso controlarlo ya no pudo, perdió fuerza, credibilidad y legitimidad ante la población y ante sus propios ojos.
El ciudadano común, el que acostumbraba trabajar, se convirtió en blanco de la delincuencia, como si se tratara de grandes potentados, de los que siempre han sido víctimas de secuestradores y maleantes. Ya el ilegal no buscaba al industrial ni al hombre de dinero. Buscó al ciudadano común, al padre de familia común, al hombre de calle, que sin fortuna, debió hacer grandes esfuerzos para obtener lo que se pidió por su rescate. Y lo fueron logrando, uno a uno, con miedo, hasta que empezó el éxodo a tierras allende El Bravo, en otro país, con otra cultura y otras necesidades.
Y se quedó sólo quien no tenía para huir, quien no entendió lo que estaba pasando y aquellos que, a pesar de sus bienes de fortuna, decidieron hacer frente a la crisis.
Las esposas y madres de los que se quedaron, buscaron un lugar para ir a divertirse, obvio, con aire acondicionado. Cualquiera que conozca Monterrey sabrá que no es posible vivir sin ese invento. Y ese paraíso lo encontró en los casinos, que si bien, se apegan a la ley, a lo estrictamente legal, son ajenos a la moral, a lo decente, a lo correcto y por supuesto, su actividad linda en los límites de lo prohibido.
Y el 25 de agosto de 2011, minutos antes de las cuatro de la tarde, de pronto toda la podredumbre, toda la ilegalidad brotó a la luz pública.
Dejó de ser secreto a voces la lucha entre quienes se encuentran al margen de la ley para ocupar los titulares de todos los medios de comunicación del mundo.
Saber que el ataque perpetrado contra el Casino Royale se dio frente a varias patrullas que no hicieron absolutamente nada al darse los hechos, nos indica el nivel de corrupción que existe. Que los funcionarios busquen a quién culpar, sin aceptar su propia responsabilidad, es síntoma de que los temores ahora van más allá de lo imaginable.
Que el Monterrey de antaño, orgulloso y altivo, que la Sultana del Norte se vea reducida a simple ayudante, es motivo de honda preocupación y dolor. Ahora la sociedad regia ha empezado a unirse en contra de quienes no son merecedores de pertenecer a su entorno.
Saber si lo lograrán, será cuestión de días… ojalá podamos verlo.
Me gustaría conocer su opinión.
Vale la pena.
José Manuel Gómez Porchini.