José
Manuel Gómez Porchini / México debe salir adelante
La ley de amparo
en vigor establece que el amparo directo procede contra laudos, resoluciones y
sentencias que pongan fin al juicio. Es decir, para la ley, esos tres términos
no son sinónimos y entonces, debe entrar el estudioso a explicar la diferencia,
si la propia ley los equipara como la actuación procesal que permite que el
asunto se ponga en conocimiento de la autoridad jurisdiccional federal vía amparo
directo.
Desde el punto de
vista procesal, la diferencia estriba en quién emite el acto reclamado: Si es
laudo, procede de un árbitro; si es resolución, de un procedimiento seguido en
forma de juicio dictado por una autoridad administrativa; y si es sentencia, es
emitida por un juez. En la forma, esa es la diferencia. En el fondo, no hay
nada que los distinga, pues los tres actos procesales indicados, son los que
dirimen una controversia y ponen fin al procedimiento.
Ahora bien, se ha
acusado a jueces, autoridades administrativas y órganos arbitrales, entre
ellos, las juntas de conciliación y arbitraje, de apartarse de la legalidad, de
incurrir en prácticas corruptas o de ser indolentes.
Sin que mi
intención sea desmentir esa opinión, pongo sobre la mesa lo siguiente: México
ha aportado al mundo una institución jurídica de capital importancia, que se
denomina juicio de amparo y que tiene como finalidad, volver las cosas al
estado en que se encontraban antes de que una autoridad, de cualquier tipo, cometiera
una violación procesal en su contra.
Me explico: si
usted tiene un juicio de cualquier índole, ante cualquier tipo de autoridad y
ésta, comete en su perjuicio alguna corruptela, dilación, mala praxis o lo que
sea, usted está en su completo derecho de impugnar vía amparo ese acto
contrario a la ley.
Eso dice el
derecho objetivo, es decir, el que está plasmado en los códigos y leyes, en los
libros.
La realidad es que
muchos abogados, de los que patrocinan litigios ante las diversas autoridades jurisdiccionales
en el país, critican al juicio de amparo como muy técnico, como muy rigorista,
como una medida extrema y prefieren no utilizarlo.
Algunas
autoridades, especialmente los jueces del fuero común y de tipo administrativo,
cuentan con un superior jerárquico que debe conocer de los recursos que se
presentan en contra de los actos procesales, existiendo lo que se denomina
“segunda instancia” en los juicios o procedimientos. Los asuntos que se manejan
ante árbitros tienen la peculiaridad de que no admiten apelación y, por lo
tanto, los laudos son definitivos. No procede recurso alguno. Así lo establece
la ley. Pero reitero, existe el juicio de amparo contra las arbitrariedades o
abusos de la autoridad.
Ahora bien, si a
lo largo del procedimiento ante la autoridad de primera instancia, se
cometieron en su contra abusos o violaciones procesales, la parte que perdió,
por conducto de su apoderado legal tiene expedita la vía de acudir al juicio de
amparo para impetrar la protección federal y así, eliminar la violación
cometida y lograr un laudo, resolución o sentencia que se apegue a la ley.
Sin embargo, si en
el procedimiento, el abogado no hizo valer en los términos de ley tal o cual
defensa o no opuso excepciones o dejó de citar la jurisprudencia que le
favorecía, no puede culpar, válidamente, al juzgador por ese yerro. Y así, aún
cuando recurra al amparo, no obtendrá la protección federal por no haber hecho
las cosas de manera correcta desde el inicio y eso, no es responsabilidad del
juzgador. Es yerro de los litigantes.
Ahora, desde la
óptica del juzgador, cuando se tiene la oportunidad de conocer los asuntos ya
con ánimo de decidir actuando de buena fe, apreciando los hechos en conciencia
y buscando actuar de la mejor manera para conciliar los intereses de las
partes, de pronto aparecen asuntos que llaman poderosamente la atención. Y los
cito: audiencias en las que uno de los litigantes no exhibe su cédula
profesional “porque se le olvidó” y su contraparte hace valer un incidente de
falta de personalidad. Por supuesto, que va a proceder y el que olvidó llevar
su documento, dirá que la autoridad está “vendida” con la parte contraria.
O aquél que olvidó
controvertir el reclamo de diez o quince años de pago de aguinaldos, según
porque en la ley aparece que prescribe en un año, olvidando que no es figura
que la autoridad pueda hacer valer en suplencia de la defensa defectuosa de las
partes. Y obvio, habrá condena a diez o quince años de pago de aguinaldos,
según lo haya pedido el reclamante, porque al no existir una excepción ni su
fundamento, la autoridad no puede aplicar o introducir a los autos lo que no
existe. Ese litigante dirá que la autoridad está del lado del trabajador,
cuando lo único que se hace es aplicar la ley. Y obvio, si con ese antecedente
acude al juicio de amparo, le será negado, pues si no lo hizo valer en el
juicio natural, no podrá ser tomado en consideración en el de amparo, a pesar
de que, en éste, haga una defensa maravillosa con una explicación muy bien
fundada de por qué no debería condenarse a cierta prestación. El “hubiera” no
existe.
Así, en ese
sentido, existen casos en los que las partes han litigado contra el contrario y
en contra de su propio abogado.
Luego entonces, si
la última palabra para decidir un asunto en México está en manos de la
autoridad de amparo, que es federal, ¿por qué se sataniza a los tribunales de
primer grado?
Creo que se impone
una revisión a fondo de la práctica jurídica en nuestro país, para deslindar
las responsabilidades a quien le correspondan. Ni todos los jueces son
corruptos, ni todos exigen poltronas de lujo.
Me gustaría conocer
su opinión.
Vale la pena.
José Manuel Gómez
Porchini