José
Manuel Gómez Porchini / México debe salir adelante
Cada año tiene sus
propios afanes y cada uno nos va marcando en la forma de hacer la vida. En uno,
recibimos un hijo o logramos terminar una carrera; en otro, perdimos a alguien
muy querido o cambiamos de residencia. En cada año, nos hacemos las mismas
promesas de ser mejores y de buscar a los que nos han querido, así como nos
comprometemos a cambiar nuestras conductas negativas. No siempre se logra y ahí
estriba el sabor de la vida.
Hoy, que 2017 está
a punto de terminar y se acerca 2018 a velocidad insospechada, cuando vemos que
las promesas de ayer siguen pendientes y nuestros defectos siguen iguales, de
nueva cuenta nos empeñamos en cambiar… sabiendo que no todo será cierto.
Sin embargo, el
cambio, el anhelo de ser mejores es la constante que nos permite soportar la
vida, pues a pesar de que ésta trata de derrotarnos, cada uno va buscando la
manera de salir adelante, de demostrar que puede con los sinsabores del día a
día y más aún, que el progreso en sus múltiples formas es posible.
Soñar que con
nuestras acciones vamos a lograr cambiar el mundo, como lo han hecho los
grandes pensadores, es lo que nos mantiene en la lucha a todos. Cada uno, desde
su trinchera, aporta al colectivo social su esfuerzo y así, de la suma de
todos, se arriba a lo que nos lleva a nuevos estadíos.
En lo personal,
2017 me deja excelente sabor de boca. En casa, mis hijos avanzan en su
desarrollo profesional y Tina mi esposa cada día domina mejor las tecnologías
de la información y con ello logra su meta: ser maestra de excelencia. Yo, que
sigo dando clases, no tengo cómo agradecer que se hayan fijado en mí para
desempeñar un cargo tan honroso como el de presidente de la Junta de
Conciliación y Arbitraje y más, en la tierra de mis mayores, en mi Matamoros
querido.
Pero cada nueva
encomienda, cada nueva responsabilidad, el saber que ahora las decisiones que
asuma tendrán repercusiones en la vida de algunas personas, me obliga a
repensar lo que sigue.
¿En realidad, vale
la pena el esfuerzo de viajar y estar lejos de mi familia? ¿Hay algo que recompense
mis afanes?
El dinero es, tal
vez, el último de los satisfactores del empleado en un puesto de trabajo, a
pesar de ser el más necesario.
Usted puede
contratar trabajadores por buenos sueldos, pero los malos tratos, la
desconfianza, el ambiente laboral hostil y muchos otros vicios de la relación
laboral, dan al traste con la mejor de las empresas. Se requiere que el obrero,
cualquiera que sea su nivel, se sienta motivado, que vea que su trabajo es
productivo, que el superior lo aprecia y que a quien va dirigido, se sienta
satisfecho.
En la burocracia,
los salarios son casi ajenos a la voluntad de los funcionarios. Los determina
“alguien”, ajeno a lo que se hace y “así debe ser”. No hay poder humano que
logre cambiarlos.
Pero he tenido
experiencias maravillosas con seres humanos que me han llenado de satisfacción
de tal manera, que todo esfuerzo queda convertido en nada al contemplar el
resultado de un trabajo hecho a tiempo.
Estaba un día en
la Junta, recién llegado, cuando vi a una señora ya entrada en años, luchando
en la maraña burocrática por su asunto. Y le pedí que pasara al privado del
presidente. Ahí, la escuché cuando me contó que tenía más de dos años que había
comenzado los trámites para cobrar la pensión derivada de la muerte de su hijo
y que aún no tenía resultado. Me levanté, pedí el expediente, lo revisé y me di
cuenta de que solo faltaba un pequeño impulso procesal que ella no daría nunca
por su desconocimiento de los trámites jurídicos. Le ayudé y ese mismo día
obtuvo la resolución que necesitaba y pudo ir a cobrar a la fábrica que ya
tenía listo el cheque. Regresó a darme las gracias y a bendecirme en todos los
tonos. La cara de satisfacción de la señora cubre con creces todos mis
esfuerzos.
Otro día,
caminando en los pasillos de la Junta, pude ver a un abuelo, sin ánimo ni
emoción por la vida, con los hombros colgados y la mirada perdida, preguntar
también por los trámites de pensión de su fallecida esposa. Le pedí me relatara
su problema y me enteré de que tenía una hija que lo hizo abuelo antes de los
veintiún años; un hijo de diecinueve años que aún estudia y otro de catorce con
problemas de motricidad, es decir, con lo que ahora se denomina capacidades
especiales. Su esposa sufrió un cáncer de diez meses y ya tenía dos meses de
haber fallecido. Preguntó por el cheque que en la empresa le deberían de
entregar. Al revisar el expediente, únicamente existía la promoción de la
empresa, pues él no había comparecido en autos, es decir, no había entregado
documentación alguna… así, ¿cómo saldría algún día un cheque en su favor? Le
pregunté su edad, pues no parecía ser muy grande y mi asombro fue inmenso
cuando ese hombre derrotado por la vida, ya abuelo y viudo, me dijo que ya
había cumplido los treinta y nueve años… ¡Apenas treinta y nueve años! De ese
tamaño es la ignorancia y obvio, en quien menos sabe más se cargan las penas.
Le ayudamos y por un momento me pareció ver que su rostro se iluminaba con una
sonrisa. Y le dije: -para eso estamos en la Junta, para atenderlo. Me dio las
gracias con voz apenas audible, pero lo sentí muy sincero.
En cuanto pueda
seguir atendiendo a la gente y buscando la manera de ayudarles a hacer la vida,
todos los desvelos y los esfuerzos son pocos.
Creo que esa es la
sensibilidad social que nos hace falta a muchos mexicanos para entender que
México tiene todo para salir adelante. El problema es que no cumplimos nuestros
compromisos… a veces. Otras, sí.
Lo invito a ser de
los que sí cumplen sus promesas de año nuevo. Desde bajar de peso hasta ser más
humano. Piénselo.
Vale la pena.
Me gustaría
conocer su opinión.
José Manuel Gómez
Porchini
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